El gobierno Castillo representa la última fase de un proceso de integración regional en la sociedad peruana que, nos guste o no, llegó para “quedarse”. No me refiero con esta expresión al señor Castillo como persona, sino a su expresión sociológica. Se trata de un proceso social disruptivo que busca la fusión de un regionalismo peruano tantas veces postergado, con un centralismo que tuvo el control del aparato estatal los últimos 200 años. Puede gustarnos o no el resultado de esta irrupción política, pero es con lo que tenemos que lidiar quienes apostamos por la construcción y reconstrucción social de esta República o Estado-Nación llamado Perú.
Lo cierto es que este proceso se inició hace ya varias décadas con un desborde popular y crisis del Estado que tuvo en las migraciones del interior hacia las grandes ciudades de la Costa en la década de 1950 a su gran protagonista. Esta fusión resultó exitosa en el proceso cultural (tradiciones, costumbres, gastronomía y música); pero faltaba el componente social y político. El problema es que, tanto la élite popular como la élite de los privilegiados, tuvieron como narrativa hegemónica el pensamiento conservador. No un pensamiento conservador de avanzada y moderno, sino retardatario y resistente al cambio. Lo vemos hoy claramente definido en tecnocracias y clases políticas que antes que imaginar un mundo civilizado, concertador y dialogante, optan por el conflicto y la violencia como herramientas de evolución –aunque sería mejor decir de involución.
El riesgo es que un proceso traumático como el que hoy vivimos termine afectando la poca institucionalidad lograda, especialmente los últimos 30 años, y poniendo en jaque a una democracia que –siendo débil— sabe defenderse de los ataques autoritarios y abusivos del enemigo conservador. La narrativa hegemónica de los últimos 200 años cambió de eje, y hoy tenemos al mando del gobierno a otra narrativa, también conservadora y precaria en el manejo del poder, pero cuyos códigos son incomprensibles para la facción conservadora de los privilegiados.
El reto es interpretar y comprender este proceso de fusión que hoy tenemos al frente. Lo que significa que los actores políticos del centro de la baraja tienen la responsabilidad de encontrar las claves que permitan una integración positiva y no destructiva. Lo peor que podría pasarnos como sociedad es que las narrativas hegemónicas y antagónicas conviertan el Estado en un ring de box donde las reglas de juego sean vivir o morir. Se trata de sobrevivir como sociedad, y de aceptar al otro como un igual, así sus competencias tecnocráticas no sean las mejores. Eso no significa que la democracia peruana tenga que cruzarse de brazos y dejar que los vacíos de poder sean llenados por apuestas autoritarias.
En esa perspectiva, sean bienvenidas iniciativas como la que ayer protagonizó la presidenta del Congreso solicitando al Gobierno convocar de inmediato a un Consejo de Estado para definir una Agenda País. Las piezas del ajedrez comienzan a moverse como corresponde a los procesos políticos. Ahora veremos si los jugadores están capacitados para mover sus fichas siguiendo las reglas de juego de un Estado de Derecho. Quien no esté a la altura tendrá que dejar el juego a jugadores capaces de lograr la fusión deseada, porque de otro modo estarían condenando al país a una eterna lucha por la nada. Y nada más lejano de lo que buscamos la mayoría de los peruanos.