El país se ha mantenido por demasiado tiempo con una presión tributaria equivalente al 14% del PBI, o incluso menor. La media de la región se encuentra por encima del 23% y en la OCDE supera el 34%. En relación con América Latina, la recaudación en el Perú es comparable con la de países como Guatemala y Paraguay.
La gigantesca informalidad del país, que equivale a más del 70% de su economía, es usualmente mencionada como la principal determinante de esta situación. A pesar de ello, la liberalización de los mercados y los booms de las materias primas multiplicaron el PBI del país y ayudaron a reducir las gigantescas cifras de pobreza y pobreza extrema sin que el porcentaje de recaudación se incrementara particularmente.
No hace mucho todavía se le encontraban bondades inesperadas a la informalidad. Ante la explosión del descontento social en Chile en 2019, fue conceptualizada como una especie de amortiguador social. El peruano no tenía por qué estar tan descontento con el Estado si pagaba poco o nada de impuestos. Era recursivo, emprendedor y emergente más allá de las capacidades públicas.
Pero la pandemia fue una cachetada. Las brechas saltaron por todas partes. La inexistencia de la red de seguridad social empujó a la masa a la calle y proliferó el contagio. La deficiente educación hizo otro tanto. La precariedad del sistema de salud quedó expuesta.
La crítica usual del sector privado es que los formales llevan casi toda la carga tributaria y que, para colmo, la rigidez de la contratación laboral estimula la informalidad y dificulta anchar la base tributaria. Algo hay de razón. Pero incluso así como estamos, en la esfera supuestamente formal, persiste una evasión del 36% del IGV y el 57% del Impuesto a la Renta. Para el 19 estos porcentajes equivalieron a S/.25119 millones y S/.32563 millones, respectivamente. La suma de ambos gigantescos huecos representa aproximadamente la tercera parte del presupuesto nacional. No pagamos los impuestos que debemos.
En ese rompecabezas es que un decreto legislativo le permitirá a la SUNAT acceder a la información del sistema financiero sobre las cuentas con montos iguales o mayores de S/.10 mil.
Comprensiblemente, se han alzado muchas voces que consideran que el D.L. es el final del derecho al secreto bancario. Se trata del 7% de todas las cuentas, que a su vez acumulan el 95% del monto total de depósitos en la banca múltiple. Un chupo de plata.
Ese 7% representa a 200 mil personas y 1.7 millones naturales. El ente tributario aclara que la información corresponderá a los saldos mensuales de las cuentas, no a los movimientos individualizados ni, menos aún, a la identidad de las personas con quienes se hacen esas transacciones. Aclara también que el foco estará sobre las personas y empresas con mayor riesgo tributario -por no tener RUC, no declarar ingresos, tener antecedentes de operaciones fraudulentas, etcétera- y que las investigaciones se aplicarán solo aproximadamente al 2% del universo de las cuentas a cuya información se accederá.
¿Entonces si van tras los peces gordos por qué no subieron el umbral de depósitos en lugar de despertar el recelo de quienes sí pagan sus impuestos? Según los trascendidos, la vara de los S/.10 mil la trazó el MEF y no la SUNAT. Se debe apuntar a un verdadero cambio cultural para incrementar la presión tributaria, no a incrementar el resquemor del trabajador formal.
Más allá del alcance impopular de la medida, es obvio que en el sistema bancario se mueven miles de millones de dinero negro que no paga impuestos: de la minería informal al narcotráfico y el lavado de activos, pasando por las estrategias informales de sectores formales.
Como respuesta, la SUNAT reveló en el Congreso que recibió información de cuentas de más de 3300 peruanos con depósitos que suman más de US$3500 millones. Por ahí también va un rastro millonario que podría cambiar el futuro del país.