La bomba de la incapacidad moral

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Foto: Wikipedia

El actual papelón del Ejecutivo y el Legislativo confirma la necesidad ineludible de desechar la granada explosiva de la causal de vacancia presidencial por incapacidad moral permanente. Y de enterrarla como si fuera una ojiva nuclear.

En los últimos días se ha repetido frecuentemente que la naturaleza jurídica del concepto responde más bien al significado de la incapacidad mental, a la imposibilidad real del primer mandatario para cumplir con sus funciones. Durante la intervención del fujimorista Carlos Torres y Torres Lara los diarios de debates de la Asamblea Constituyente de 1993 dan cuenta de la continuidad del concepto, que venía del siglo XIX y en 1839 apareció por primera vez en una Constitución. También es cierto que la discusión no se profundizó. Aparentemente, se trataba de una causal sobreentendida a lo largo de más de un siglo de no haber sido activada.

Pero la Caja de Pandora se abrió a partir de la deshonrosa renuncia vía fax de Alberto Fujimori. Con la intención de propinarle un escarmiento histórico, la reacción parlamentaria fue rechazar la renuncia y vacarlo por incapacidad moral permanente.

Luego, una comentada tesis de 2013 del jurista Abraham García concluyó que la figura podía aplicarse a situaciones de indignidad de tal naturaleza que le hagan imposible al presidente seguir en el puesto. Nada, sin embargo, ha quedado definido más allá de la mayoría calificada de votos necesarios para la vacancia.

Desde entonces, cada presidente elegido ha enfrentado algún momento en el que la carta de la incapacidad moral aparece bajo la manga de la representación parlamentaria. Si es que Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala se salvaron de esa posibilidad entre 2001 y 2016, fue porque negociaron mayorías parlamentarias que les dieron estabilidad a pesar de la feroz crítica de sectores de la prensa: Toledo con Fernando Olivera, García con el fujimorismo y Humala con sectores del toledismo y la izquierda.

Las características de la última conformación parlamentaria y la necedad política de Keiko Fujimori, además de la impericia del gobierno de turno, impidieron que Pedro Pablo Kuczynski consiga una estabilidad similar. El primer intento de vacancia no funcionó pero de inmediato se puso en marcha el segundo. Incluso en esas circunstancias los propios vacadores sabían que su argumentación era constitucionalmente controvertida y prefirieron presionar con todo una renuncia. Ahí quedó para la historia del chuponeo el papel de Moisés Mamani, que en paz descanse.

Resulta paradójico que entonces el vicepresidente Martín Vizcarra anunciara que acataría la Constitución y legitimara de paso el botón de la incapacidad moral. Este devenir en degradé llegó a la actual situación, en la que Vizcarra supuso que no le iba a ser indispensable contar con mayoría parlamentaria y le bastaría su propia audacia. No contaba con que los reflejos políticos se le iban a congelar con su secretaria.

El hecho es que la incapacidad moral ha pasado a ser un bajo instinto político del congresista peruano. La calentura aprovechada por los timberos del cinismo y el huayco que lo desborda todo cada vez rompe las represas del sentido común.

Otros factores ayudan a explicar el cuadro: ahí están la naturaleza de la segunda vuelta que termina en una mayoría parlamentaria de la que abusaron los fujimoristas a partir del 2016, el límite del modelo unicameral sin mecanismos reflexivos y el mercado persa de un sistema político que destruye la institucionalidad de los partidos y propicia la atomización.

Hay mucho por hacer, pero el inmediato encauzamiento de la incapacidad moral tiene un camino que no es el del actual Congreso, donde la derogatoria de dicha causal es tan probable como la aprobación del proyecto de ley presentado por su presidente Manuel Merino para eliminar la figura del voto de investidura. Al momento de resolver la demanda competencial presentada por el Ejecutivo, el Tribunal Constitucional está en la obligación ―esta sí moral― de delimitar la figura, tal como lo hizo con la sentencia del 2003 que advirtió que la vacancia no era cosa de juego y debía ser regulada por el proceso de admisión, debate y votación, con los plazos y votos correspondientes. Es una bomba que debe ser desactivada por el bien de la democracia.

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