El dilema de esta transición, que encabeza Martín Vizcarra, es la presencia de un rechazo central en la población a los integrantes del Congreso. Las encuestas lo dicen claramente: crece la idea que si no hay cambios en ese poder del Estado nada cambiará. Eso implica nuevas elecciones y reformas políticas para no repetir el 2016.
La izquierda ha tomado el tema electoral como bandera, pero atado a un cambio de Constitución que lo complica todo. La derecha ha puesto una línea a lo «Trece del Gallo», especialmente al cambio de la Constitución. A un lado, los que quieren ser pobres cambiando el capítulo económico que otorga todas las libertades que han generado progreso, pero también limitando el desarrollo del sector público, imponiendo un orden ultraliberal. Al otro lado de la raya, los que quieren ser ricos, volviendo al viejo Estado empresario y multiplicando el «populismo», adjetivo que es el «pega-pega» para identificar peligros para el modelo. Modelo sagrado que por supuesto hay que revisar: la carcocha del Estado y el Lada (porque Jaguar no es) del sector privado, necesitan eficiencia, equidad y menos capitalismo cansino.
El tema no puede tratarse sin afectar las reglas de juego económicas, y, menos aún, manejarse en medio del despelote político actual. Conclusión: es más práctico dejarlo para después, cuando asuma un nuevo Congreso, y no mezclar elecciones con reforma constitucional. Además no se necesita una Asamblea, se pueden hacer reformas y aprobarlas en Referéndum… Menos bulto, más claridad.
Las elecciones parlamentarias sí son una manera de legitimar el sistema democrático. Cambiar los actores políticos y generar nuevos grupos y partidos podría ser el único modo de regenerar la vida política y darle ánimo al país para el Bicentenario. Además, se puede elegir Congreso y mantener al Presidente, algo que podría ser lo más conveniente.
La ola anti parlamentaria ha crecido envolviendo en una melaza a las dos facciones del fujimorismo que la gente identificaría como el principal obstáculo para gobernar bien. Esta apreciación puede parecer injusta y desmedida a los partidarios de Keiko y Kenji, pero es un pleito de familia que afecta gravemente al Estado, como los escándalos de Lucrecia Borgia en la vieja Italia del Renacimiento.
Un cambio total del Congreso expresará una nueva mayoría, mejorando los factores de inestabilidad que hoy atormentan a los peruanos ¿Cuánto tiempo debe transcurrir para elegir un nuevo Congreso? Un año a 18 meses permitiría llegar con algunas reformas políticas centrales aprobadas. Si no se cambian las reglas pasará lo del 2016: un festín fraudulento en el que se excluyen candidatos y se hace fraude a la vista de todos.
Cualquier nueva elección requiere gran fuerza política, fuerza de la que carecen los que exigen que se vayan todos (se van ellos también). Tampoco tiene el nuevo gobierno el empuje suficiente para hacerlo, por el contrario, requiere el apoyo parlamentario para subsistir.
Sin embargo, la batalla por las elecciones parlamentarias es una buena palanca para poner en rumbo a la mayoría y disuadirla del camino de guerrero jibaro que hasta ahora ha escogido. Y permite movilización cívica y callejera, algo que puede resultarle provechoso al Gobierno, que tendrá que manejar garrote y zanahoria con los sectores políticos y sociales. Dejar que la gente proteste es parte de ese juego sin tronos.
Como no todo puede tener una lógica de Contador Público, es necesario ser flexibles y dialogantes para distender la tensión que siente una mayoría frente a un poder que les ha fallado. Habrá que ver si un cronograma electoral, solo de renovación del Congreso, a 12 o 18 meses, sirve a la gobernabilidad.