Este año electoral los peruanos tendremos que elegir a nuestras autoridades locales y regionales, en octubre iremos a las urnas y en enero del 2019 los nuevos alcaldes tomarán sus sillones municipales para emprender el cumplimiento de sus promesas en campaña.
Al inicio de sus gestiones pedirán informes, crearán comisiones para evaluar la gestión saliente, para ver las cuentas, saber de las obras inconclusas, revisar las planillas, enfrentar un par de meses sin el presupuesto habilitado para pagar los servicios básicos, las deudas a los proveedores, y el caos típico de inicio de año en las áreas logísticas tratando de resolver los procesos heredados y los nuevos requerimientos.
Muchos alcaldes acudirán a los medios de comunicación locales para dar a conocer las cajas de pandora que encontraron al asumir el cargo, y señalarán a sus antecesores como los responsables de la crisis económica y administrativa que heredan para tratar de resolverlas en los próximos cuatro años.
Esta historia es conocida, luego viene la repartición de cargos de confianza, las movidas en las principales gerencias y jefaturas, y la presión de amigos y partidarios para exigir un puesto de trabajo como el “justo pago” por su sacrificado apoyo durante la campaña.
Hasta aquí es lo común, siempre y cuando los que resulten elegidos realmente quieran trabajar por sus comunidades, con eficiencia y transparencia; se supone también que los nuevos funcionarios y empleados realmente reunirán las competencias profesionales para asumir sus funciones y, sobre todo, serán el fiel testimonio del buen empleado público que se caracteriza por dos virtudes esenciales: la honestidad y la vocación de servicio.
Sin embargo, lo sucedido en las últimas semanas es la antítesis de lo “común”. A fines de diciembre, el Poder Judicial dictó 18 meses de prisión preventiva contra Ángel Chilingano, ex alcalde de Villa María del Triunfo, por corrupción y por supuestamente integrar una banda dedicada a la extorsión y cobro de cupos. El 31 de enero de este año resultaron detenidos en un megaoperativo Carlos Arce, alcalde de Santa Rosa, y Jorge Luis Barthelmess, alcalde de San Bartolo, por estar vinculados a organizaciones criminales dedicadas al tráfico de terrenos, corrupción y enriquecimiento ilícito, entre otros cargos.
Un dicho popular dice: para muestra un botón. Y es el caso de estas tres “autoridades” limeñas, aunque si miramos el interior del país encontraremos más penosos ejemplos, al igual que gobernadores, funcionarios públicos y congresistas, cuya principal característica es la lista de denuncias que investigan los fiscales, no solo por casos de corrupción, también por crimen organizado.
Esta paupérrima realidad de la política peruana nos indica que en los próximos meses podemos acelerar la transición de la democracia hacia la kakistocracia. Si seguimos eligiendo como autoridades a los peores o al menos malo, sin duda caeremos en aquello que Michelangelo Bovero, un filósofo político del siglo pasado, definió como el “gobierno de los peores”.
En el diccionario de Sociología, en su primera edición de 1944, se encuentra la definición de Kakistocracia como el “gobierno de los peores; estado de degeneración de las relaciones humanas donde la organización gubernativa está controlada y dirigida por gobernantes que ofrecen toda la gama, desde ignorantes y matones electoreros hasta bandas y camarillas sagaces, pero sin escrúpulos”. Una definición que describe a las organizaciones criminales que ahora fácilmente pueden convertirse en autoridades locales, regionales o nacionales.
La característica principal de la kakistocracia es el desprestigio del que gozan los políticos y funcionarios de Estado, la sociedad no los admira sino los señala, se burla de ellos, los critica severamente. En un país donde se instala la kakistocracia, el gobierno de los peores, los buenos ciudadanos ―sobre todo los de prestigio y reconocimiento― evitan la carrera política, prefieren desempeñarse como intelectuales, científicos, profesionales o empresarios exitosos pero sin participación en la gestión pública, en cambio, los que siguen la carrera política son mayoritariamente los que no sirven para otra cosa.
El término kakistocracia proviene del griego kakos, que significa: malo, sórdido, sucio, vil, incapaz, innoble, perverso, nocivo, funesto, entre otros. Adjetivos que calzan perfectamente en el perfil de muchas autoridades peruanas que hoy gozan de privilegios del poder por haber sido elegidos, y que este año elegiremos nuevamente.
Carlos Sánchez, un buen amigo, tiene razón cuando dice que el Perú está camino a la kakistocracia, los peruanos nos caracterizamos por elegir mal, y los mal elegidos no harán absolutamente nada para cambiar las reglas de juego que permitan la participación de buenos ciudadanos en la política. La reforma electoral, la ley de partidos políticos, la transparencia y rendición de cuentas del financiamiento partidario, mecanismos de control y de institucionalización de la política, entre otros temas pendientes, seguirán siendo ofrecimientos de campaña, seguirán siendo parte de los discursos de los nuevos mercaderes de votos, de esos que entienden que la única forma de llegar al poder es mediante el uso y despilfarro de recursos económicos para comprar votos, una inversión que luego deberá recuperarse con creces en los cuatro o cinco años que los obligados electores le conferimos a varios de estos seres pusilánimes.
Este año nos toca elegir otra vez, y espero que otra vez no elijamos mal a los nuevos y flamantes alcaldes y gobernadores regionales. Tengo la esperanza de que pronto esta realidad política evolucione y abra espacio a nuevos jóvenes con verdadera vocación de servicio, hombres y mujeres de bien, honestos, eficientes, transparentes. ¿Acaso es mucho pedir?