La tarde del jueves llegó al Perú el papa Francisco. La expectativa al momento de su llegada era enorme, todos los medios de comunicación transmitían en vivo y en directo la aparición del papa en la puerta del avión. Se quitó el solideo para que el viento no se lo arrebate y bajó las escaleras sin ayuda. El Presidente lo saluda intentando besarle la mano, pero Francisco intenta evitarlo, como si le dijera en ese momento: somos pares, somos iguales.
Así empezó la visita del Obispo de Roma en nuestro país. La llegada de un hombre de gestos, un líder espiritual que dice mucho con su mirada, su sonrisa, su sentido del humor, y sobre todo con sus palabras. Cada vez que llegó el momento de hablar dejó un claro mensaje a todos, a los creyentes, a los no creyentes, a los niños, a los viejos, a las mujeres, a los miembros de su Iglesia, a los que nos gobiernan, al sistema de justicia, incluso a los presos. Habló con todos, habló para todos.
Las calles de Lima, Puerto Maldonado, Trujillo y el Callao fueron tomadas por la multitud, familias enteras esperaron por largas horas, sin importar el cansancio ni el clima. Todos querían ver al primer papa latinoamericano que hoy dirige la Iglesia Católica, todos pedían su bendición.
La agenda papal fue intensa, desde su llegada hasta su partida estuvo en medio de fieles y admiradores de su breve ―aún― Pontificado. El 13 de marzo de 2013 fue elegido papa, ya está próximo a cumplir cinco años con el nuevo nombre que escogió en honor a San Francisco de Asís. Desde entonces empezaron sus gestos, cambió los zapatos rojos por los blancos, y empezó a pedir que recen por él. Así inició su apostolado, lo que él denomina “la cultura del encuentro”.
La visita del papa se hizo bajo el lema “unidos por la esperanza”, una frase que recoge lo que vivió el papa Francisco en el Perú. Los aeropuertos, la Nunciatura Apostólica, Puerto Maldonado, Palacio de Gobierno, la playa de Huanchaco, el colegio Seminario y la plaza de armas de Trujillo, la iglesia de las Nazarenas, el Palacio Arzobispal, y finalmente en la base aérea de Las Palmas, a todos estos lugares acudieron más de dos millones y medio de peruanos, unidos por el mensaje de esperanza que nos dejó el papa.
Estos días fuimos testigos de lo que es capaz de hacer un hombre vestido de blanco, un hombre que abraza a los enfermos, que se detiene en su camino para darle la mano y transmitirle paz a Trinidad, una ancianita de 99 años que no puede ver, un hombre sencillo, que se conmueve con los niños, con las comunidades originarias del Perú, con los jóvenes a los que les pide que hagan lío, un hombre que habla con respeto a la madre tierra.
Ese es Francisco, un líder singular, un reflejo en el espejo de la alegría que los miembros del clero deben promover en las calles, más allá de sus iglesias, más allá de sus vestidos y ceremonias religiosas, sin chismes, les pide a ellos y ellas que vayan al encuentro de la comunidad.
Allí está el testimonio del hambre de líderes que padecemos los peruanos, cuánta falta nos hace ―en estos tiempos― más franciscos peruanos, esos a los que en su última misa los llamó futuros “santos del siglo XXI”. Si algo deben aprender los políticos de turno es, en primer lugar, salir a recorrer las calles, y entender que los peruanos tenemos hambre de líderes singulares, que entiendan la realidad del Perú, “que busquen a los no ciudadanos, a los ciudadanos a medias, a los sobrantes urbanos, a aquellos que viven en la periferia, que no tienen acceso a los servicios básicos, porque duele constatar que muchas veces se encuentran allí rostros de niños y adolescentes, rostros del futuro” del Perú.
El papa Francisco fue claro cuando dijo que ellos son el “producto de una sociedad cruel e inhumana”, ¡y tiene razón! La única forma de cambiar el Perú es abriendo espacio a nuevos líderes, no caudillos; nuevos protagonistas, no narcisistas; nuevos hombres y mujeres de bien, no de hacerse de los bienes del Estado; hombres y mujeres al servicio de los demás, no de aquellos que usan la pobreza y la necesidad de la gente para hacerse del poder; nuevos jóvenes audaces con ideales, valores y esperanza; jóvenes dispuestos a caminar por las calles; dispuestos a abrazar a los niños, a los enfermos, a los ancianos; jóvenes que caminen rápido por el camino de bien que nos muestran nuestros viejos, aquellos que tienen tiempo suficiente para hablarnos, para enseñarnos, para abrazarnos, para sonreír con nosotros; hombres viejos que en estos tiempos de la Internet, de las redes, del celular, no terminan de entender por qué los jóvenes caminan sordos por las calles porque sus audífonos los apartan de la realidad, o cabizbajos mirando sus manos que portan un celular.
La nueva política no debe depender de las redes sociales y la Internet, la nueva política no debe depender de los selfies en los lugares o con personajes importantes, la nueva política depende de la recuperación de nuestra humanidad, de nuestros gestos, de nuestros abrazos, de nuestro tiempo de encuentro con los demás, de saber escuchar, de saber decir, de ser humildes, y de darse el tiempo para pensar lo que decimos para que nuestras voces transmitan sabiduría.
Eso hizo el papa Francisco en tres días, fue simplemente un líder más humano, habló del Perú y sus problemas como si viviera aquí, habló con sabiduría y con provocación a los jóvenes y a los nuevos líderes del Perú, para que no sean el futuro, sino el presente, para que no permitan que nos roben la esperanza.