Introducción
No estoy de acuerdo con la forma en que, por decisión de abril de 2016, el Tribunal Constitucional retiró una parte completa de la sentencia del caso El Frontón de junio del año 2013. Lo he dicho ya varias veces. Habría sido más simple y limpio que el Tribunal se limitara a dejar la sentencia tal como había sido originalmente publicada. Después de todo, una sentencia debe considerarse “grabada en piedra”, y esto implica no remover ninguno de sus componentes, salvo claro, en casos extremos, como un error indiscutible o un fraude.
Pero tampoco estoy de acuerdo con que la discusión sobre el caso El Frontón deba llevarse a los tribunales de justicia bajo las reglas del delito de prevaricato. Y eso me obliga a insistir en la construcción de salidas intermedias que equilibren la solución final de este impasse.
Antecedentes
En marzo del 2002 se discutió en el Congreso el único antecedente de un caso por prevaricato propuesto contra magistrados del Constitucional. Aquella vez, el congresista Daniel Estrada Pérez presentó cargos contra los magistrados Manuel Aguirre Roca, Guillermo Rey Terry, Ricardo Nugent López Chávez, Delia Revoredo Marsano, Francisco Acosta Sánchez y Guillermo Díaz Valverde por haber ordenado, por sentencia de enero de 2002, que se pusiera en libertad a Luis Bedoya de Vivanco, procesado como cómplice de Montesinos Torres en un caso por corrupción. En aquella oportunidad fuimos llamados a presentar informes sobre cuestiones de derecho Javier Valle Riestra, Alberto Borea, Aníbal Torres, César Valega, Eloy Espinoza (uno de los jueces hoy inculpado por el Congreso por prevaricato) y yo.
Los 5 primeros, constitucionalistas por cierto, defendieron la decisión del Tribunal. Yo no lo hice.
En aquella oportunidad sostuve que el Tribunal se había equivocado: La resolución frente a la que Luis Bedoya habría reclamado protección constitucional era una que rechazaba un pedido suyo para reemplazar la prisión preventiva que pesaba sobre él por una orden de comparecencia simple. La Sala Penal que desestimó el pedido declaró que la defensa había solicitado el cambio sin justificarlo conforme a la ley, que exige nuevas pruebas que desmientan las consideraciones que se habían tenido en cuenta antes, cuando se ordenó la prisión preventiva. El Tribunal confundió las cosas y anuló la decisión de la Sala Penal declarando que no cumplía el estándar exigible para ordenar la prisión preventiva de una persona. Pero la decisión no ordenaba la prisión preventiva de Bedoya de Vivanco, sino declaraba que para pedir un cambio de régimen que le habría sido impuesto su defensa, debía presentar pruebas que no había mostrado.
El Constitucional se equivocó en el caso Bedoya. Aun así, sostuve entonces que equivocarse en el modo de aplicar la ley no implica prevaricar. Se prevarica solo en casos extremos, cuando la discusión en debate representa un hecho injustificable desde cualquier punto de vista o cuando se generan consecuencias prácticas irreversibles concretas en perjuicio de derechos claramente reconocibles. Frente al prevaricato, un delito que afecta el desenvolvimiento de los tribunales, el sistema legal debe ser muy cauteloso. Solo tiene sentido usar estas reglas en casos verdaderamente extremos.
Creo que, como en el caso Bedoya, el caso El Frontón no merece ser considerados extremos hasta el punto de justificar un caso por prevaricato contra jueces del Constitucional.
Creo además que en las actuales condiciones mantener el caso El Frontón en el estado en que se encuentra, a punto de llegar al Pleno con un informe como el de diciembre de 2017 que recomienda la suspensión de 3 magistrados y la destitución de uno de ellos, constituye un error institucional que aún podemos evitar.
El sentido de las reglas
La Corte Suprema, después del caso Bedoya de Vivanco, ha seguido la misma tendencia. Puede consultarse al respecto las decisiones del 3 de setiembre del 2007 de la Sala Penal Especial (Expediente 06-2006-AV) y la de febrero del 2017 de la Sala Penal Transitoria (Apelación 20-2015).
En la primera, la Suprema declara que los casos de prevaricato solo deben ser admitidos como casos penales en situaciones extremas, en las que se haya afectado la función del procedimiento judicial de manera severa e indiscutible. En la segunda, la Suprema declara que los casos de prevaricato deben ser establecidos atendiendo a las consecuencias prácticas producidas por las decisiones en discusión, de modo que sean descartados si las distorsiones que ellas contienen no producen consecuencias sobre situaciones específicas.
Desde puntos de vista distintos, pero concurrentes, ambas decisiones permiten sostener que el centro del debate en estos casos está relacionado con los criterios en base a los cuales es posible diferenciar una decisión como “tolerable” o como “intolerable” en términos institucionales. Y esto exige sin duda hacer en estos casos un ejercicio de ponderación entre los valores que entran en juego en cada situación, incluyendo las serias consecuencias que los cargos sobre prevaricato, una vez que son formalizados en un procedimiento penal, generan sobre el propio sistema institucional[1] .
Siguiendo la pauta establecida por la Corte Suprema, una decisión es “intolerable” por su significado o por sus consecuencias prácticas cuando ignora sin justificación alguna (ninguna en absoluto) una disposición legal cuyo significado y alcance no admite discusión, un precedente importante o decisivo emitido por los mismos magistrados o por una instancia superior, un acuerdo ya adoptado institucionalmente o una doctrina pacífica. También es intolerable cuando el Juez o Tribunal miente deliberada y groseramente sobre hechos incontrovertibles2 .[2]
En la duda sobre el verdadero significado de los hechos, y en presencia de remedios distintos a la sanción, el equilibrio del sistema institucional aconseja abstenerse.
En esta área, entonces, pesan mucho las consideraciones de moral pública y equilibrio institucional. Por eso, la ley dispone para estos casos procedimientos distintos a los habituales. Contra los magistrados del sistema regular solo puede procederse con autorización de la Fiscalía de la Nación. Contra los Jueces Supremos y magistrados del Tribunal Constitucional solo con autorización del Congreso. La Constitución y la ley entregan estos casos a filtros institucionales distintos a los habituales, filtros que debemos entender reforzados, porque en estos casos proceder requiere una ponderación muy especial de las condiciones institucionales que hacen necesarios los casos en discusión y de las consecuencias que provoca promoverlos.
El sistema espera en estos casos un “algo más”, que puede ser entendido como un juicio institucional equilibrado que estime cuan necesaria es la persecución penal.
La pregunta entonces no es solo si concurren, formal o literalmente, caso por caso, los elementos literales consignados en la ley como indicador de un delito. La pregunta es siempre si en determinadas condiciones institucionales necesitamos esos casos para estabilizar el sistema institucional, si tenemos aún alternativas que permiten resolver la cuestión por otras vías y si, mediante una aproximación al problema en cuestión, desde el punto de vista penal desequilibramos el sistema en lugar de equilibrarlo.
El auto de abril de 2016. La cuestión del error
En abril de 2016 los magistrados Miranda, Espinoza, Ramos y Ledesma, decidieron retirar de la Sentencia del caso El Frontón, firmada de junio de 2013 por los Magistrados Mesía, Álvarez, Vergara y Calle, la parte que declara que los hechos del caso no deben ser considerados como un crimen de lesa humanidad.
Esa sentencia de junio de 2013 tiene dos partes fundamentales: La que concluye esto y la que dispone que, aun así, el caso que está actualmente en juicio por estos hechos continúe hasta terminar. La continuidad del proceso sobre los sucesos de El Frontón no está en discusión. Pero, sin duda alguna, una declaración del Constitucional sobre la cuestión de los crímenes de lesa humanidad es siempre fundamental en sus consecuencias prácticas, incluso cuando estas no alcanzan la interrupción del procedimiento por prescripción.
Los cuatro magistrados que firmaron la decisión de abril de 2016 sostuvieron en la parte del texto que retiraban que había sido incluida por error en la versión final de la sentencia.
El error es siempre una cuestión de hecho. Entonces, para confirmarlo, los magistrados que firmaron la decisión de abril de 2016 debieron acudir a las actas del Tribunal o a los archivos de la Secretaria Relatora o al testimonio del magistrado Urviola, el único que había estado presente en ambos momentos, para encontrar una diferencia entre lo que se aprobó y lo que se publicó como sentencia. Pero las actas de la deliberación previa a la sentencia de junio de 2013 no contienen ninguna razón que lleve a considerar un error en la redacción de la sentencia final. Aparentemente la Secretaría Relatora, que custodia los documentos del Tribunal, no fue consultada en este caso o no tiene en su poder evidencia que confirme un error. Y el testimonio del magistrado Urviola niega categóricamente que se haya cometido algún error al redactar la sentencia o incluso al firmarla[3] .
Aun así los cuatro magistrados sostuvieron que el error existió. Sostuvieron que el error fluye de la comparación entre la parte de la sentencia que retiraron y el párrafo 27 del voto escrito del magistrado Vergara, uno de los cuatro firmantes de la sentencia. En el fragmento en cuestión el magistrado Vergara aparece afirmando que “resulta innecesario un pronunciamiento constitucional” sobre la cuestión de los crímenes de lesa humanidad. Los cuatro magistrados sostuvieron que si Vergara había afirmado esto y luego había firmado la sentencia, entonces el “pronunciamiento constitucional” que ella contiene debió ser mantenido en el texto por error.
El análisis de los textos puestos en discusión por esta decisión es, en verdad, sumamente confuso. El voto escrito del magistrado Vergara es más extenso que la proposición que cita la decisión de junio de 2013. En el texto completo el magistrado Vergara sostuvo que el pronunciamiento no era necesario porque, en su opinión, las reglas sobre los crímenes de lesa humanidad no pueden siquiera invocarse cuando se discute casos tan antiguos como los sucesos de El Frontón, ocurridos en 1986. Para él, las reglas sobre los crímenes de lesa humanidad solo pueden invocarse para hechos posteriores a junio de 2003, fecha en que se aprobó la Convención que hace la persecución de estos crímenes imprescriptible4[4]. La sentencia de junio de 2013 no se dice eso. La sentencia supone que las reglas sí pueden aplicarse a un caso ocurrido en 1986, pero que los sucesos de El Frontón no llenan los elementos de estos crímenes. La sentencia asume que el Tribunal Constitucional es competente para sanear la cuestión y la zanja (con la firma de Vergara) mientras el voto de Vergara sostiene que es el Juez y no el Tribunal quien debe resolver esta cuestión atendiendo a su teoría sobre la aplicación de la ley en el tiempo, pero no siguiendo necesariamente.
La distancia entre ambos textos es demasiado confusa para pretender que existe una manera clara y distinta de zanjar las cosas. En la sentencia las reglas no aplican porque el caso no llena sus elementos, y por ende ese extremo de la decisión del Juez que inicio el proceso debe anularse. En el Voto escrito del magistrado Vergara las reglas no se aplican porque los hechos son muy antiguos y, por ende, la decisión del Juez sobre este asunto debe anularse porque no ha tomado en cuenta esta teoría, y volver a dictarse tomándola en cuenta. Pero, literalmente, Vergara no considera imposible que el Juez justifique una decisión que se aparte de su propia teoría y tomándola en cuenta decida considerar que los hechos si corresponden a los crímenes de lesa humanidad.
De alguna manera el voto escrito del magistrado Vergara era más radical que la sentencia que él mismo firmó sobre la inaplicación de las reglas al caso. Pero, al mismo tiempo, su voto escrito admitía que el Juez determine si aplicaba o no las reglas de los crímenes al caso conforme a sus propios criterios, siempre que lo explicara con suficiencia. Y, al mismo tiempo, la sentencia que firmó impide que el Juez vuelva a pronunciarse sobre este asunto.
¿Se había arrepentido el magistrado Vergara de haber firmado? No existen evidencias que indiquen que haya intentado retirar su firma de la sentencia. ¿Quería el magistrado Vergara dejar en claro que al firmar había renunciado a sus propias convicciones, pero que estas se mantenían vigentes en su fuero personal? Su voto escrito no dice esto claramente. En las prácticas de los tribunales quien cede, como podría haber cedido el magistrado Vergara, debe explicar muy claramente las razones por las que renuncia transitoriamente a sus convicciones. Pero lo que hizo el magistrado Vergara fue mantener su firma en una sentencia cuyos fundamentos aparentemente no compartí y al mismo tiempo emitir y hacer publicar un voto escrito con un contenido diferente al expuesto por la mayoría a la que decidió respaldar.
El caso existe porque el Tribunal de junio de 2013 aceptó que un magistrado, al mismo tiempo, firme una sentencia y firme un voto escrito con un texto diferente al que contiene la sentencia. Para entender cómo puede ser esto posible parece importante revisar los archivos del Tribunal. Y por desgracia la evidencia existente muestra que por lo menos una vez más el magistrado Vergara abordó la relación entre su firma y sus votos de una manera igual de particular a la que empleó en este caso.
El caso en referencia corresponde a la sentencia de marzo del 2010, que declaró compatible con la Constitución la aprobación de la Convención sobre Imprescriptibilidad de los Crímenes de Lesa Humanidad. En esa sentencia el Tribunal, con el Voto del magistrado Vergara, declaró que la segunda parte de la resolución legislativa que aprobó la Convención, que declaraba que ella solo podría ser aplicada a hechos ocurridos después de su aprobación, debía ser considerada inaplicable en el derecho interno porque contradijo una cláusula esencial de la propia Convención, que dispone su aplicación universal sin límites de tiempo. Luego de firmar esta sentencia el magistrado Vergara agregó un voto complementario en que sostenía que el caso no debía haber sido visto por el Tribunal porque la demanda había sido presentada por el Colegio de Ingenieros, que no tenía relación con el tema, y no por el Colegio de Abogados, que habría sido el llamado a proceder.
Pero claro, hay una diferencia. En el caso sobre la resolución legislativa que aprobó la Convención nadie solicitó que el Tribunal se pronuncie sobre la diferencia que mediaba entre la firma de la sentencia por el magistrado Vergara y el texto de su voto escrito.
El vacío
El caso entonces muestra al magistrado Vergara como firmante al mismo tiempo de una sentencia y de un voto que no tiene el mismo texto que la sentencia, sin que medie una disposición que regule expresamente, y más allá de las preferencias de cada quien, como debe resolverse esta singular disparidad.
Los cuatro magistrados firmantes de la decisión de abril de 2016 dedujeron que si el magistrado Vergara había podido sostener que en la cuestión sobre los crímenes de lesa humanidad no hacía falta un fallo constitucional, entonces (i) debió haber firmado la sentencia por error, o, para que el texto tenga su firma, (ii) quien redactó la última versión del documento debió haber olvidado retirar las referencias a la cuestión sobre los crímenes de lesa humanidad. Pero ninguna de estas opciones de error cuenta con evidencia ni testimonios de respaldo.
La teoría del error cometido en junio del 2013, entonces, no tiene ningún fundamento fuerte, lo suficientemente fuerte, como para justificar una decisión tan extrema como modificar una sentencia ya publicada, retirando una parte de su texto que además no es puramente formal o está absolutamente libre de consecuencias, sino que es decisiva e importante para las partes.
Sin embargo, hay que notar que la práctica registrada en este caso, que consiste en permitir que un magistrado firme en un caso una resolución como la de junio de 2013 y de inmediato haga publicar un voto escrito con consideraciones distintas a las expuestas por el texto que firmó es extraña. Al menos es tan extraña como ver que un Tribunal decida modificar una sentencia que fue publicada por otros magistrados tres años después.
Creo entonces que no puede justificarse el procedimiento seguido por los cuatro magistrados que firmaron la decisión de abril de 2016. Pero tampoco encuentro justificación a que el Tribunal, en junio de 2013, haya tolerado un registro tan confuso de las opiniones de sus miembros.
Y ambas cosas ocurren porque no existen disposiciones en el Reglamento del Tribunal Constitucional que impidan hacer lo que el Tribunal toleró hacer al magistrado Vergara con sus votos. Y tampoco existen en él procedimientos claros que permitan paliar los efectos de esta práctica nociva o regulen como actuar cuando ella es detectada.
Entonces este caso es el producto de una doble confusión innecesaria que se mueve en un ahora evidente vacío de regulación.
De lege ferenda
Hay tres problemas que en mi opinión han generado un impasse como el que se ha producido en este caso (1) la tolerancia del Tribunal a permitir que el magistrado Vergara hiciera publicar, aunque sea con su mejor intención, documentos llamados “votos” con contenidos distintos, divergentes y a veces claramente contradictorios con el contenido de las sentencias que aceptaba firmar; (2) La inexistencia en el Reglamento del Tribunal de disposiciones que le prohibieran claramente hacerlo y crearan un procedimiento especial para resolver este tipo de asuntos, y (3) La decisión de los magistrados, que suscribieron la decisión de abril de 2016, de ensayar una forma de corrección de este asunto sin primero hacer notar claramente a la comunidad que operaban sobre un terreno no regulado de manera específica en las disposiciones que regulan la actividad del Tribunal.
Mi opinión es que en estas condiciones el Tribunal debió abstenerse de hacer cualquier modificación al texto pero de inmediato avocarse a hacer precisiones al Reglamento del Tribunal que le permitan, por ejemplo, retirar del portal del Constitucional Votos y documentos que contradigan o contravengan el texto de sentencias firmadas por sus autores en el mismo caso y como resultado de la misma votación. Pero el Tribunal optó por una salida distinta: Corregir el asunto en este caso en particular, y corregirlo ―segundo aspecto en que discrepo― dando prevalencia al documento llamado “Voto” por sobre el documento reconocido como Sentencia.
A cualquier Juez de cualquier Tribunal del mundo le va a parecer absolutamente extraño que un Tribunal modifique una sentencia publicada tres años antes, cuando el Tribunal tenía otros integrantes, salvo uno. A cualquier Tribunal le va a parecer más extraño aún que quienes proceden a hacer esta rectificación desoigan la voz del único magistrado que estuvo presente cuando ocurrió el supuesto error, y que sostuvo que jamás huno un error. Pero a cualquier tribunal le va a parecer igualmente extraño que un Juez pueda firmar una sentencia y luego depositar y hacer publicar un documento al que llama “voto” con un contenido distinto en frases completas al que contiene la sentencia que firmó. Y a cualquier Tribunal del mundo le va a parecer más extraño aún que se haya permitido que este magistrado, por mejor intención que tuviera, haya hecho esto por tanto tiempo sin que nadie protestara por ello.
La situación es entonces absurda a tal extremo que parece poco sensato emplear las reglas penales para resolverla. En un caso como este parece más apropiado y más equilibrado, para el sistema en su conjunto, introducir cambios que dejen absolutamente en claro (a) Que debe entenderse prohibido que un magistrado deposite en el Tribunal textos definitivos que se parten, contradigan o contravengan las declaraciones contenidas en las sentencias que firma, y (b) Que debe considerarse prohibido que un Tribunal modifique de cualquier manera las sentencias que han sido publicadas salvo que medie un caso de error o fraude susceptible de confirmación en base a evidencias, y (c) Que si, fuera de los casos de error o fraude se confirma que algún magistrado de alguna manera ha hecho publicar junto a las sentencias que firmó documentos de cualquier nombre con contenido distinto o divergente con el que tienen las sentencias, entonces son esos documentos, tengan el nombre que tengan, los que deben ser retirados del portal del Tribunal que los publicó.
Una sentencia debe considerarse grabada en piedra en todos sus componentes, también en la firma. Quien vota en un caso en discusión tiene derecho a retirar su firma o cambiar su voto antes que terminen las deliberaciones del Tribunal. De eso no cabe duda. Pero una vez que se publica o notifica una sentencia, ésta debe prevalecer sobre cualquier documento distinto a ella. La sentencia debe prevalecer en la interpretación de cualquier documento relacionado a ella. Todos los votos complementarios de un magistrado que firmó la sentencia deben ser comprendidos como eso, como votos complementarios, y por ende deben ser entendidos en su alcance y significado como textos subordinados a la sentencia. Y cualquier otro documento o declaración efectuada por quienes firmaron una sentencia debe ser entendido igualmente como complementario o subordinado a ella.
Después de publicada la sentencia, además, ni siquiera los firmantes pueden modificar su texto o retirar sus firmas. La excepción, por cierto, proviene de un error o la mediación de un fraude que afecte el contenido del texto o el origen de las firmas que contiene. Pero el error o el fraude son cuestiones de hecho, y por ende, su confirmación depende de las pruebas y testimonios que sobre su ocurrencia se puedan recoger.
Las consecuencias deben ser otras
Si existiera en el Reglamento del Tribunal Constitucional una norma clara y distinta que prohibiera a los magistrados modificar sentencias ya publicadas por razones distintas a un error o fraude probados, entonces la decisión de abril de 2016 habría sido sin duda el resultado de un prevaricato. Pero la norma en cuestión no existe, y esto debería ser suficiente para que, fuera de cualquier consideración sobre nuestras propias preferencias, debamos renunciar a discutir este asunto empleando las reglas del prevaricato.
Yo no estoy de acuerdo con el modo en que procedieron. Pero mi discrepancia no me permite considerar la diferencia como un delito. Mi resistencia a que se emplean en casos como este las reglas sobre el prevaricato no me permite negar que al proceder como lo hicieron los magistrados que suscribieron el auto de abril de 2016 generaron consecuencias que no deben ser toleradas por el ordenamiento. Pero sigo considerando que estas consecuencias se resuelven, además de introduciendo los cambios en las normas que mencioné en el apartado anterior, anulando la decisión de abril de 2016.
Esta historia se resuelve eliminando los efectos prácticos de la decisión de abril de 2016; reponiendo en su texto original la sentencia de junio de 2013, reconociendo públicamente las confusiones que han provocado este impasse y cerrando, por innecesario, el procedimiento que actualmente está abierto contra los magistrados cuestionados en el Congreso, sin necesidad de multiplicar aún más el difícil equilibrio institucional en el que estamos ahora comprometidos.
Aún hay tiempo. Los debates de la Corte Interamericana de Derechos Humanos se llevarán a cabo el 2 de febrero de este año. Y si no tiene sentido, que el caso sea discutido bajo las reglas del prevaricato, por más absurdos que resultan los hechos, tampoco tiene sentido que por este impasse se genere todo un proceso ante un Tribunal internacional.
[1] Empleando el lenguaje usual del derecho penal habría que decir que ambas cuestiones deben discutirse en el marco del principio de lesividad.
[2] Debiendo siempre considerarse que hacer una declaración infundada o basada en razones insuficientes no es lo mismo que mentir.
[3]El Magistrado Urviola, al discrepar de la decisión de abril de 2016, sostuvo que “Los más de ocho años de experiencia del señor Vergara Gotelli como magistrado del Tribunal Constitucional, a la fecha de esa sentencia, hace[n] inimaginable suponer que desconocía cuándo no debía firmar una sentencia y emitir un voto singular”.
[4] Más adelante algunos comentarios sobre la Sentencia en que el Tribunal Constitucional estableció lo contrario.