La posibilidad de vacar a un presidente por incapacidad moral es tan antigua entre nosotros que proviene de la Constitución 1839. Pero solo se le ha empleado una vez y de manera por entero inapropiada. Usamos la regla en la destitución de Alberto Fujimori, en noviembre del 2000, en realidad un caso de renuncia desaprobada y abandono del país. Los debates desarrollados entre nosotros sobre el alcance de esta regla no nos ofrecen por eso un cuerpo de criterios suficientemente asentados que nos permita establecer con claridad cuándo corresponde considerar la conducta de un Presidente como moralmente inaceptable o cuándo no tenemos más opción que poner punto final a su mandato.
En lo personal, creo que ver al Presidente trastabillar con su propia historia, como lo ha hecho en estos días, justifica que estemos considerando su vacancia. Pero más allá de intuiciones básicas, molestia o indignación, no encuentro que tengamos verdaderas referencias morales para abordar la discusión que se producirá en solo 24 horas.
Las discusiones de ética pública requieren juicios equilibrados de manera reflexiva. Un Congreso unicameral como el que tenemos ahora, impregnado por el propio involucramiento de las fuerzas políticas en las consecuencias de los casos de corrupción en investigación, no tiene cómo ofrecer el ambiente que requiere una decisión como la que debemos tomar.
Sin embargo, el equilibrio es posible. Pero solo encuentro una vía de generarlo: promover una auto limitación que el propio Congreso debería imponerse para asegurar a la comunidad la solidez de las condiciones morales que deben primar en este caso.
Creo que el objetivo solo puede ser impregnar de moralidad el proceso. Y para lograrlo, el Congreso debería convocar a una lista corta de personalidades cuya solidez ética sea indiscutible. El Congreso debería permitir que, después de la sesión del jueves 21, ese grupo de personalidades revise todos los testimonios y documentos relacionados con el difícil caso del presidente Kuczynski y presente una opinión independiente al Pleno. Esa opinión debería servir de referencia a una discusión final sobre este asunto. Y sobre todo, debería asegurarnos a todos que, más allá de nuestras propias preferencias subjetivas, el Pleno adoptará una decisión equilibrada por medio de una renuncia a todo apresuramiento que nos permita, al menos, saber que hicimos el mayor esfuerzo imaginable por proceder considerando todas las opciones imaginables.
Hicimos algo semejante para la masacre de Uchuraccay a principios de los ochenta. Se ha hecho algo semejante hace poco para dar forma al caso sobre los abusos en el Sodalicio. ¿Por qué no hacerlo una vez más?
Introducir este giro puede generar un aplazamiento de diez días. ¿No es éste acaso un precio razonable a pagar a cambio de asegurarnos que la difícil decisión que debemos tomar encuentre suficientes fundamentos morales para alejarnos definitivamente de todo apresuramiento?
Diez días. Tal vez terminemos arribando al mismo puerto. Pero al menos ganaremos la seguridad de no estar apresurándonos más de lo aceptable.