La aplicación de la pena de muerte en el Perú vuelve a ser materia de discusión por “expertos” y “especialistas” en diferentes escenarios mediáticos y políticos.
La congresista y presidente de la Comisión de Constitución y Reglamento del Congreso, Úrsula Letona, ha dicho que está de acuerdo con la aplicación de la pena capital a violadores de niños menores de cinco años, y que su postura personal coincide con la posición de Keiko Fujimori. Es más, propone un debate en la academia, en el Congreso y en la calle, porque según su posición, “la gente está harta de escuchar estas cosas sin que haya una respuesta efectiva por parte del Estado”.
El actual ministro de Justicia y Derechos Humanos y expresidente del Poder Judicial, Enrique Mendoza, dijo: “Personalmente, yo sí creo en la pena de muerte, y algunos juristas y penalistas, al respecto, le han puesto un cartel a los que creen en la pena de muerte (…), les dicen mortícolas. Eso es una cosa fúnebre e impresionante. La pena sí es disuasiva”, en un programa de Canal N.
En los medios de comunicación escuchamos comentarios y opiniones a favor y en contra. Y en las redes sociales, como sucede hace tiempo, se dice de todo, desde posiciones extremas hasta los insultos más bajos y nefastos. Tuits de políticos, troleros, periodistas, deportistas, ciudadanos sensatos, y también los insensatos, se pronuncian al respecto en todos los tonos. Incluso las encuestas han incorporado preguntas sobre la pena de muerte.
Los expertos en cifras han tratado de justificar una medida como esta para ahorrar el costo social y económico que representa mantener en las cárceles a tantos violadores en el Perú. Las estadísticas y el hashtag #PerúPaísdeVioladores, promovido por dos congresistas mujeres, han revelado una de las diversas aristas que tiene la violencia y cómo se manifiesta en el Perú.
Aunque algunos juristas han calificado como una estupidez monumental denunciar el Pacto de San José para restablecer la pena de muerte, lo cierto es que esta pena fue abolida hace 38 años en el Perú, y actualmente, su abolición es la tendencia en aquellos países donde aún se aplica.
Según el informe global de Amnistía Internacional sobre condenas a muerte y ejecuciones en el 2016, al menos 1,032 personas fueron ejecutadas en 23 países, 600 personas menos que las ejecutadas en el 2015, siendo China, Arabia Saudí, Irak y Pakistán los países donde se registraron la mayoría de ejecuciones.
Además, Amnistía Internacional registró 3,117 condenas a muerte en 55 países durante el 2016, y los métodos dispuestos fueron la decapitación, ahorcamiento, inyección letal y muerte por arma de fuego. Sin embargo, en muchos de estos países hubo condenas con procedimientos judiciales que no cumplen las normas internacionales sobre juicios justos, con varios casos donde se supone que la “obtención de confesiones” se logró mediante tortura y malos tratos.
En América, el único país que registró condenas a muerte (32) y ejecuciones (22) durante el 2016 fue Estados Unidos, disminuyendo en 38 % respecto del 2015, la cifra más baja registrada después de 1973. Siendo Texas y Giorgia los dos estados donde se realizaron el 80 % de las ejecuciones.
Estos antecedentes evidencian claramente que la solución a los violadores, corruptos, agresores, sicarios y demás delincuentes que la “academia” y las “calles” quieren mandar al paredón no es una real solución al problema. Por el contrario, esto puede convertirse en una forma “legal” de vengar la violencia con más violencia, y lo que es peor, estaría en manos del sistema de justicia que hoy en día no tiene ni el 15% de la confianza de todos los peruanos, y salvo honrosas excepciones, han demostrado que la justicia termina siendo una utopía de las mayorías y un privilegio de unos cuantos.
Cómo se aplicaría una medida como esta en un país donde las leyes y el código penal son el resultado de parches y modificaciones realizadas en función a situaciones particulares ―incluso antojadizas― de nuestros ilustres legisladores, donde las penas y sus aplicaciones son tan distintas, muchas veces en función al apellido o la billetera del acusado, al interés mediático y afán de protagonismo de algunos magistrados o abogados, o simplemente, a la incapacidad técnica de los responsables de toda la cadena de valor del servicio de administración de justicia obsoleto que padecemos.
Antes de siquiera pensar en la pena de muerte, castración o equipos sofisticados intravaginales trituradores de penes, primero debemos establecer, de una vez por todas, las reglas de conducta ―con total claridad, eficiencia y transparencia― que deben regir a nuestra sociedad. En segundo lugar, el Estado y la sociedad civil debemos emprender una campaña nacional de emergencia para recuperar los valores del respeto al prójimo, la honestidad y la familia (por lo menos estos tres) en los peruanos. Y en tercer lugar, el Estado debe dotar de los recursos necesarios ―económicos, técnicos, profesionales y de infraestructura― al sistema de justicia para lograr su integración plena, de tal manera que la justicia no sea una entelequia y la resocialización un mero enunciado en la ley. Tres pasos claros que, para darse, necesitan de una firme decisión política y un plan de ejecución rigurosamente elaborado, con un compromiso público de todos los actores responsables y con un monitoreo permanente de la sociedad civil, una práctica de gobernanza real que va más allá de los cinco años de gobierno, una verdadera política de Estado en acción.
La paradoja que se presenta es: ¿acaso los que deben cumplir esta tarea están realmente capacitados para hacerlo?, ¿acaso esta purria de la política que tenemos será capaz de asumir este reto?, peor aún, ¿acaso tienen un verdadero compromiso con el país que los eligió para hacer la tarea que les toca? Ya lo veremos en los próximos meses.