Con el título “Le perdono, padre”, Daniel Pittet relata, con una narrativa envolvente, su dramática experiencia como víctima de pederastia clerical. En efecto, Pittet, ahora bibliotecario y padre de cinco hijos (uno de ellos adoptado), fue violado sistemáticamente, de los 9 a los 12 años, de 1969 a 1972 por el padre Joël Allaz. Su testimonio es muy especial por varios motivos: En primer lugar, no se trata de hurgar morbosamente en hechos lamentables con ánimo de escandalizar. En realidad es una cruda historia que muestra, a un tiempo, la capacidad de perversión humana y el poder del perdón. No es una obra escrita con el hígado, plasmada de rencor, resentimiento y odio. A lo largo de sus páginas, algunas de ellas, hay que decirlo, realmente lúgubres y dolorosas (no puede calificarse de otra forma el abuso sexual hacia un niño), se abren paso, con grandes dificultades, la esperanza y el perdón.
La historia de Pittet no es la tristemente típica, cuajada de resentimiento y recriminación, carcomida por el comprensible deseo de venganza, de revancha póstuma. Por el contrario, es una vivencia del dolor y del abuso desde la fe. Lo absolutamente original de Daniel Pittet es que él no perdió la fe a causa de esos abusos, lo que sucede en la mayoría de estos tristes casos por lógicas razones. El autor muestra un equilibrio y serenidad que le permite concluir: “Conservo toda mi confianza en la Iglesia. No porque varios sacerdotes hayan cometido actos abyectos están todos podridos. Mi experiencia me autoriza a decirlo”.
¿Cómo puede ser eso? Ahí radica el mérito del libro, o mejor, el desbordante interés de la vida de Daniel. En efecto, la historia de Daniel no es solo la de un niño abusado que con el tiempo se hace mayor y clama por justicia. Toda su vida: antes de los abusos, durante los abusos, después de los abusos es intensa e interesante. Toda su vida está marcada por el dolor, y en toda ella ha sentido la mano protectora de Dios, muchas veces a través de la mediación de la Iglesia. Por ello tuvo la clarividencia de descubrir que no era un problema de la Iglesia sino del padre Joël Allaz y, todo hay que decirlo, de la forma como se afrontaban estos problemas anteriormente.
El dolor acompaña su vida desde que se encontraba en el seno de su madre. Su padre la atacó con un cuchillo, marcándole con una cruz, en el vientre donde Daniel se encontraba esperando a nacer. Su familia era disfuncional: un padre violento, con trastornos psiquiátricos, del que ni siquiera conoce su nombre real y que pronto los abandona. Su madre, a la muerte de su abuela, queda también psicológicamente desequilibrada. Separado de sus hermanos y cuidado por diversas familias e instituciones eclesiásticas, crece y madura al calor de la Iglesia.
Después del abuso también recibe la ayuda desinteresada de personas con fe. Ellas le ayudan a crecer, a madurar, a ser fuerte frente a sus propios y comprensibles traumas. Intenta una vocación religiosa en el noviciado del monasterio benedictino de Einsliden. Fracasa en el intento. Contrae matrimonio, funda una familia, se compromete en diversas causas de ayuda social y cristiana en el seno de la sociedad con gran éxito. Conoce con este motivo a san Juan Pablo II que intuye el hondo sufrimiento de su alma, y más tarde a Francisco, a quien cuenta su historia. El Papa le anima a publicarla y se la prologa, reconociendo: “Le doy gracias a Daniel, porque testimonios como el suyo hacen caer el muro de silencio que ahogaba los escándalos y los sufrimientos, y proyectan luz sobre una terrible zona de sombra en la vida de la Iglesia”.
Daniel se define como “un hombre que se mantiene en pie”. Ama a la Iglesia, pero entiende que una forma de servirla es evitar que se vuelvan a perpetrar los mismos horrores. Por eso hizo la denuncia, pues fue consciente de que no fue el único, y de que tenía que cambiar el modo en que la Iglesia estaba enfrentado el problema. Se tenía que hacer justicia e impedir que el agresor siguiera delinquiendo. Daniel Pitett es consciente de que Joël Allaz es un enfermo, y por ello, para asombro de muchos, no solo no lo odia, sino que lo perdona y tuvo la fortaleza de reunirse cara a cara con él. Al final, triunfa el perdón.
Pero no acaba allí la trepidante historia. El epílogo del libro es realmente escalofriante. El pederasta acepta ser entrevistado para contar su versión. No es frecuente que un pederasta hable de sus crímenes, pero el padre Allaz necesita hacerlo, como una forma de implorar perdón y reparar las ofensas, buscando desesperadamente reconciliarse con su pasado. El estremecedor y doloroso, por no decir desolador testimonio de un pobre hombre enfermo, despierta a un tiempo lástima y horror. Una historia demasiado dura, ante la que solo cabe la misericordia de Dios.