Nuestra clase política comete un grave error cuando sostiene que el triunfo militar sobre Sendero Luminoso, hace 25 años, (al concretar la captura del enemigo público número uno del país, Abimael Guzmán, alias Presidente Gonzalo para sus seguidores) significó también un triunfo político sobre las ideas autoritarias, su uso de la violencia y el terror como recursos lícitos para la gestión del poder en el Perú.
Olvidamos que las ideas políticas se nutren de acciones reales que cambian la vida de las personas. Si las acciones de nuestra clase política no lograron insertar en el sistema a los grandes bolsones de pobreza del país, si no lograron diseñar políticas públicas que promuevan la generación de riqueza para las mayorías, si no lograron instalar un Estado eficaz y oportuno en la redistribución del crecimiento económico, si no lograron construir un discurso político que proponga una visión país distinta a la que puso en jaque el terror de Sendero Luminoso u otras propuestas autoritarias y violentistas, si no lograron construir un sueño al que todos aspiremos y hagamos realidad algún día; entonces no debemos quejarnos del retorno de un descontento social que el propio sistema político es incapaz de administrar.
Lo más insólito es que mientras el regreso de las ideas totalitarias y violentas se alimentan del descontento popular, nuestra clase política se enfrenta consigo misma en disputas legales y movimientos tácticos que comienzan a socavar el sistema mismo, dándole armas al enemigo autoritario para sacar provecho de un Estado que se aleja una vez más del ciudadano, especialmente del que se siente abandonado al interior del país, en regiones que siguen olvidadas, en localidades que no figuran en el mapa mental de nuestros gobernantes.
Estos 25 años parecen años perdidos en la lucha de las ideas. Son años que debimos aprovechar para ganar una guerra que permanece inconclusa frente al fanatismo de los autoritarismos. Son años perdidos sin visiones distintas que demuestren que la democracia sí es capaz de resolver los círculos viciosos de pobreza.
Nuestra incapacidad para gobernar y gestionar con eficiencia debilita precisamente a esa democracia que no se sostiene porque le dediquemos hermosas frases, o realicemos ceremonias protocolares en el patio de Palacio de Gobierno reconociendo a nuestros héroes policiales y militares, o presentemos cuestiones de confianza para atornillarse al poder. No. La guerra de las ideas se gana en el seno de las familias, en las calles de nuestros barrios, en los patios de nuestros colegios y en las oficinas de nuestros centros laborales. Se gana a diario promoviendo buenas prácticas e instalando valores que los peruanos identifiquemos en actos concretos de nuestra vida cotidiana.
Si nuestros políticos sistémicos no logran entender la diferencia entre propaganda política y gestión de gobierno, y siguen creyendo en sus propios cuentos chinos, sin duda estaremos condenados a ver en vivo y en directo, y en primer plano, la decadencia y caída de un sistema democrático que no se supo definir a sí mismo, que no logró instalarse en el lenguaje común, que no logró superar sus propios límites.
Lamentablemente, la captura de Guzmán no se convirtió en una fecha clave en nuestra historia. Tampoco se convirtió en un punto de quiebre contra las ideas autoritarias y el uso del terror. Mucho menos se convirtió en el nacimiento de una nueva visión de nuestra Peruanidad. Al parecer, solo significó el triunfo de un dogmatismo distinto. Las armas contra los peruanos de a pie no fueron reemplazadas. La muerte física dejó su lugar a la muerte del alma. Una muerte distinta pero mucho más dañina, porque sin alma las futuras generaciones jamás tendrán historias que contar y perderán poco a poco la memoria, hasta quedarnos vacíos de ideas, que generalmente son sustituidas por nuevos dogmas que se imponen por la fuerza y no por la razón.