Hace unos días, uno de los máximos dirigentes del partido de gobierno acusó al entorno del primer ministro de operar como una especie de argolla tecnocrática, que se mantenía unida más por su condición racial (algo similar al Ku Klux Klan) que por su capacidad técnica para resolver los problemas del país. Por ello ―manifestaba el dirigente― había que dar un giro de 180° al timón gubernamental cuanto antes y, por supuesto, el señor Fernando Zavala debía dar un paso al costado para dejar lugar en los cargos ministeriales a personajes con mejor manejo político.
Habría que ser muy tonto para pensar que este dirigente oficialista realmente cree que los personajes aludidos en la cúpula del poder son racistas convictos y confesos. Lo que hizo, con el uso de esta metáfora, fue alertar al gobierno cómo podría estar siendo percibido en la base social, pues su sistema de elección “meritocrático” para ocupar cargos públicos al parecer no sería muy transparente.
Pero al utilizar esta metáfora, el dirigente PPK tocó una de las fibras más sensibles de nuestro imaginario social. La de un racismo que sí existe, aunque lo neguemos en todas sus formas. La de un racismo que a lo largo de nuestra historia se camufla de distintas formas y bajo diversos ropajes de discriminación.
Su principal camuflaje: la condición de clase. Esa que describen los Niveles Socio Económicos (A-B-C-D-E), según ingreso familiar, lugar de habitación y características de la vivienda que habitan. Esta distinción, sin embargo, presenta muchos otros matices: ricos versus pobres, cultos versus ignorantes, bien vestidos versus mal vestidos. Pero tal vez sea la palabra “cholo” el mejor camuflaje que encontró el racismo para moverse libremente en nuestro imaginario popular. Excepcionalmente descrito por Guillermo Nugent en “El Laberinto de la Choledad”, esta frase puede expresar ―al mismo tiempo― un sentimiento de desprecio: “cholo de mierda”, como puede expresar también un sentimiento de profunda ternura: “cholito lindo”. Desentrañar su movimiento a través de la red social es algo complejo, pero necesario. La tarea aún está pendiente.
Lo cierto es que la sociedad peruana sigue negando por casi dos siglos este racismo latente que llevamos en las venas y que se expresa cada vez que nuestros conflictos internos que no se resuelven. A pesar de sus muchas caretas, no podemos evitar que salga a la luz y se manifieste libremente, casi inconsciente. Sin duda debemos hacer algo al respecto, pero seguimos negándolo, seguimos ofendiéndonos y denunciando esta verdad, como si fuera un insulto, cuando en realidad lo que debemos hacer primero es tomar conciencia de ello y comenzar a combatirlo en todo nivel, comenzando en casa, siguiendo por el barrio, interviniendo en la escuela y, finalmente, supervisando los espacios laborales públicos y privados.
El racismo que vivimos es como una enfermedad adictiva. Si no asumimos que lo somos, difícilmente podremos combatirlo con eficacia. Tampoco se trata de algo que podamos dejar de un momento a otro: su única cura es generacional. Aquí sí son necesarias herramientas de psicología de masas y de sociología para comenzar a instalar un nuevo chip en el cerebro de las futuras generaciones. Aquí si deberíamos invertir millones de soles en publicidad estatal y privada. Pero negarlo mil veces, hasta la saciedad, y decir que todo está bien, camuflando y evitando ver ―una vez más― este virus que carcome nuestra sociedad por dentro, es probablemente la respuesta más estúpida que podemos darle a esta enfermedad social.
Tal vez la metáfora que utilizó nuestro dirigente del partido oficialista no fue la más adecuada. Tal vez debió utilizar otra categoría: “la pigmentocracia”, que los sociólogos utilizamos para describir esta tendencia de afiliación de las sectas sociales que priorizan la pigmentación del color de la piel o creen aún que existen varias razas humanas, ignorando que la humana es una sola y su diversas expresiones físicas y culturales son diferenciadas como etnias. Pero esto es pedirle mucho a un racista de formación. Jamás entenderá que resolver las diferencias es el caldo de cultivo para conseguir la fortaleza de ser en verdad #Unasolafuerza.