Comete un gravísimo error el Presidente Kuczynski cuando convierte su impotencia e incapacidad política para reformar el Estado en una crítica pública, mediática y generalizada contra su propia tecnocracia en funciones. Llamarla “burocracia parasitaria” o “perro del hortelano”, como también la llamó el ex Presidente Alan García, no resuelve el problema de fondo. Solo traslada su incompetencia reformista en un fraseo para la tribuna que no tiene mayor importancia, salvo la de poner en evidencia ―una vez más― sus limitaciones para gobernar.
Sabemos que la función tecnocrática requiere de ideas, sueños y una visión de país para administrar adecuadamente el aparato público. Sin buenas ideas (algo que deben darnos políticos y pensadores), este cuerpo de funcionarios se convierte en un grupo de operadores insensibles y torpes, cuya única meta es conseguir el resultado presupuestal cada año. Sin buenas ideas no tienen mayor motivación que la de los números, convirtiendo el servicio público en una especie de favor al ciudadano, contraviniendo de esta manera los principios y esencia misma de lo que hoy conocemos como gerencia pública moderna.
Pero el culpable de estas fallas no es el tecnócrata. Es injusto que le atribuyamos esta responsabilidad. A lo sumo, aquellos funcionarios que dañen a otros ciudadanos con sus actos erráticos serán responsables de sus propias negligencias. Pero atribuirles toda la responsabilidad a los tecnócratas es totalmente injusto y hasta cínico de parte de quienes nos gobiernan.
Quienes tienen la responsabilidad de cambiar las cosas son los políticos. Quienes tienen la responsabilidad de generar ideas y proponer cambios en el sistema de servicios públicos son los políticos. Y los políticos son aquellos que deben administrar los diversos intereses ciudadanos para convertirlos en propuestas de gobierno coherentes, razonables, realizables y oportunas. Los políticos modernos deben saber de gestión pública, sin duda, pero no pueden renunciar a lo que constituye su propia esencia: la creación de ideas disruptivas que permitan ajustes efectivos en los engranajes del sistema de servicios públicos al ciudadano.
Será la tecnocracia quien traduzca estas ideas en líneas de acción o políticas públicas, pero jamás encontraremos en su chip mental la reformulación de un sistema que deben hacer funcionar a diario y defender de sus enemigos: los “antisistema”. No podemos pedirles a ellos, que han sido formados para que el sistema funcione, que hagan realidad las reformas que el país necesita a gritos. Eso jamás sucederá.
El problema que tiene el señor Presidente (y eso va también para el Premier y su equipo de ministros de lujo) es que si abdican de su responsabilidad política, sea porque desprecian o menosprecian esta competencia (considerando su origen tecnocrático), dejan en manos de movimientos sociales organizados u otros grupos políticos la posibilidad de hacer realidad el ejercicio del poder. Entonces, los votos que los llevaron al Sillón de Pizarro poco importarán, porque la renuncia explícita a gobernar será legitimada en calles y barrios, poniendo en jaque el sistema democrático como tal.
Sería una lástima que este gobierno tecnocrático se convierta en una especie de tercer belaundismo, cuya incapacidad política para leer adecuadamente a Sendero Luminoso en los años 80 permitió que tiñamos de sangre el país durante más de una década. Sería una lástima que no sepamos leer nuestra propia historia para no cometer los mismos errores. Sería una lástima que sacrifiquemos una vez más a los tecnócratas, buscando culpables en vez de soluciones, cuando la verdadera razón de nuestro fallido sistema de servicio público es la falta de ideas políticas. Lo trágico es que el oscurantismo que hoy vivimos y nos consume como Estado-Nación ya se llevó de encuentro a una nueva generación.