Uno de los grandes problemas del aparato público peruano es que los burócratas y tecnócratas de turno conciben la reforma del Estado desde una perspectiva endógena de las instituciones públicas. Lo más cerca que llegan al ciudadano es a nivel de la tramitología que deben sufrir los peruanos cuando se trata de hacer uso de programas sociales o servicios públicos. El foco está en la oferta de servicios y no en la satisfacción de necesidades. El foco está en el proceso y no en el impacto que la política pública tiene sobre el beneficiario.
En esta perspectiva, leía hace unas semanas al primer ministro Fernando Zavala, cuando revelaba que la revisión de unos 2,000 procedimientos administrativos en el Gobierno Central podría incrementar hasta un punto más del PBI. Eso sería genial si con ello solucionáramos el problema de nuestra plataforma de servicios. Pero no es así. El problema no está en la tramitología, que se ha convertido en una especie de síndrome de la modernización del Estado los últimos 20 años. El verdadero problema está en la superposición de políticas públicas y en la duplicidad, triplicidad y mucho más que existe hoy a nivel de las intervenciones de campo que realizan los distintos sectores y niveles de gobierno, muchas veces sobre la misma población.
El problema de fondo es que los tecnócratas tradicionales creen que los ciudadanos son distintos según el sector que lo intervenga. Y esto es una de las más grandes falacias. El ciudadano es el mismo, tanto así, que si somos rigurosos nos daremos cuenta que existen poblaciones sobre las cuales intervenimos como Estado desde seis o siete sectores distintos, ocasionando gastos inútiles e innecesarios, así como mensajes confusos hacia el ciudadano que se convierte en beneficiario.
Imagínense ustedes cómo un ciudadano de carne y hueso, de a pie, podría distinguir entre más de 2,000 procedimientos del Estado. No hay marketing público que lo resista, ni presupuesto que lo aguante, ni cerebro humano que distinga una política, servicio u programa de otro. Esta confusión se expresa, día a día, por cierto, en la deficiente comunicación gubernamental que hoy ejercen todos los niveles de gobierno. Hoy no podemos distinguir la diferencia entre conceptos de marca que utilizan el nombre Perú. Lo usamos para la marca país, lo usamos también para la marca gobierno, lo volvemos a usar para distintos programas sectoriales.
Lo más ilógico es que somos conscientes de esta confusión desde hace décadas, pero nadie hace nada para corregir este síndrome de desorganización, de falta de orden público, de ausencia de orientación al ciudadano. Y encima utilizamos recursos públicos que recaudamos de quienes pagamos impuestos para generar gastos absurdos en nombre de la comunicación del gobierno.
Cuando el producto de gobierno y el servicio público no están bien diseñados, invertir en comunicarlos es un crimen que debería pagarse con todo el peso de la Ley, porque quien lo hace sabe muy bien que ese gasto es una farsa, o propaganda política camuflada. ¿Qué esperamos para andar derecho? ¿Acaso seguimos creyendo que la simplificación administrativa resolverá la confusión de gestión que hoy incuba en su interior el aparato público peruano?