Canasta básica en llamas

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Foto: PQS

Preocupa que el gobierno no esté poniendo adecuado interés en un hecho que viene ocurriendo a nivel microeconómico y afecta, directamente, la mesa de las familias más pobres del país. Lo puso en evidencia, hace algunas semanas, el Instituto de Economía y Desarrollo Empresarial de la Cámara de Comercio, cuando en una reciente publicación demuestra que el costo de la canasta básica familiar continúa al alza y, evidentemente, no está cubierta con los ingresos promedio de las familias que pertenecen a los sectores populares; es decir, la mayoría del país.

Esta realidad no la sentimos quienes tenemos un ingreso que nos permite ir a Wong, Vivanda, Metro, Plaza Vea o Tottus todas las semanas para hacer compras de la casa. La sienten quienes buscan ahorros considerables para sus familias en mercados y bodegas de barrio. En junio del 2017 ―revela el estudio— de los 532 productos que componen la canasta familiar, 257 subieron de precio y 122 bajaron, mientras que 153 productos no mostraron variación.

Imaginemos una familia de cuatro miembros. Si el costo promedio mensual que requiere cada uno para alimentarse en cantidades suficientes para satisfacer las necesidades de calorías promedio es ―hoy― S/. 328 soles, significa que este hogar de cuatro personas necesita por lo menos S/. 1,312 soles para cubrir la buena nutrición de toda la familia. Si este hogar solo percibe un salario mínimo (que está en S/. 850 soles), llegamos a la conclusión de que existe una brecha estimada en 50% que no logramos cubrir.

Sabemos, sin embargo, que los peruanos no nos morimos de hambre. Esa es, sin duda, una de nuestras ventajas competitivas en el mundo, que aún no explotamos en su verdadera dimensión. Pero experiencias como el vaso de leche y los comedores populares son la mejor demostración de una organización popular que se resiste a morirse de hambre. Pero eso no significa que la olla común esté alcanzando los estándares mínimos de nutrición familiar e individual que las nuevas generaciones requieren para no ser considerados “débiles mentales” o “mano de obra barata” cuando cumplan la mayoría de edad.

En esa perspectiva es que no entendemos el silencio del gobierno. No escuchamos de grandes reformas al interior del MIDIS, ni de una estrategia agresiva con sus programas sociales que apunten a reducir esta brecha de buena alimentación y nutrición que está consumiendo, literalmente, las neuronas y músculos de nuestros hijos. Ni siquiera existen estimados sobre niveles nutricionales en estas experiencias de olla común que está bajo la administración de los gobiernos municipales.

Lo alarmante es que los productos cuyos precios crecieron más son las frutas (manzana, melón, tuna y sandía), así como las proteínas (carnes, pollo, pescados y mariscos, huevos de gallina y leche fresca), mientras que los productos cuyos precios disminuyeron son fundamentalmente verduras (zapallo, poro, tomate, cebolla y ají). Esto significa que aquellos alimentos que son claves para el desarrollo de nuestros músculos y cerebros son lo que hoy están más lejos del alcance de la economía popular familiar.

Si queremos que el mundo deje de vernos como un mercado de consumidores secundario que no es capaz de generar productos con mayor valor agregado, o como una sociedad que no logra altos índices en su IQ colectivo debemos hacer cambios radicales en nuestra forma de ver la microeconomía del país. No está de más repetir ese viejo refrán que dice “no basta con dar pescado a los pobres, sino enseñarle a pescar”. A ver si esta frase nos lleva de la teoría a la práctica, de una vez por todas. No podemos esperar más.

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