No soy un gran conocedor en la materia, pero considero muy exagerado y mal interpretado el acertado comentario que hizo en sus primeras declaraciones la nueva ministra de la Mujer y Poblaciones Vulnerables, Ana María Choquehuanca.
Me explico. Entiendo que el feminismo es un movimiento social que lucha por la igualdad de género para que mujeres y hombres tengan las mismas oportunidades en el mercado y ante la Ley, pero sobre todo para que cambiemos ese chip mental que aún hoy predomina en las principales culturas del mundo, donde se cree que los hombres son superiores a las mujeres.
Esta lucha nace con el mundo moderno. Recordemos que en las primeras civilizaciones, cuando aún vivíamos en cavernas, la primera división del trabajo atribuyó a los hombres la caza (por el uso de la fuerza) y a las mujeres la recolección y la base inicial de lo que hoy conocemos como organización social, cuya cédula madre es la familia.
En tiempos antiguos fue la mujer (el matriarcado) quien definió las reglas de juego de la convivencia social. Con el tiempo, a medida que hubo que definir territorios y protegerlos de otros grupos humanos organizados, la hegemonía del hombre se apropió de dos instituciones que hoy siguen siendo hegemónicas en el mundo: la religión y la milicia.
La profesionalización en ambas instituciones fue capturada por los hombres (el patriarcado), quienes impusieron el uso de la fuerza frente a la razón como nueva línea de base de la organización social moderna. No es casual, por ello, que hoy iglesias y fuerzas armadas sean dominadas por los hombres. Y lo fue también la política en sus primeros tiempos, a pesar de que hoy ya existe un mejor equilibrio en su representación, con la presencia de mujeres que asumen cargos importantes en las decisiones de los países, especialmente en el mundo occidental.
Esta lucha que comparto no se acerca ―ni por casualidad― con ese feminismo local (que yo prefiero llamar hembrismo) que sostiene su primitivo andamiaje político en la queja social. Son tiempos de pasar de la queja a la acción. Y el feminismo peruano se ha quedado varado en el tiempo, limitándose a organizaciones aisladas y a ONGs que solo viven del maltrato y de la discriminación a la mujer, pero que no han sido capaces de convertirse en expresiones políticas orgánicas que elijan congresistas o Presidentes para cambiar esta discriminación en la estructura social, económica y política del país.
Acierta, por ello, Choquehuanca, cuando pone el foco en el tema cultural y cuando expresa ―con transparencia― que más feminismo a la peruana es insuficiente. Que necesitamos cambiar el chip cultural que sigue reproduciendo machismo en el seno mismo de la familia.
Choquehuanca sabe muy bien que la única forma de cambiar las cosas es darle poder real a las mujeres, para que recuperen el sitio que perdieron con la profesionalización de las iglesias y las fuerzas armadas, y con la hegemonía de la fuerza bruta institucionalizada que hoy domina nuestras sociedades.
Choquehuanca sabe muy bien que eso significa dar a las mujeres capacidad para generar riqueza, con emprendimientos que le permitan independencia económica de los hombres, con educación para reconocer la igualdad de derechos, pero sobre todo con acceso a la gestión del poder, ocupando cargos de decisión política ―como la que ella ocupa hoy al mando de un ministerio.
Cometen un grave error las feministas locales al enemistarse con quien puede convertirse en su mejor aliada en esta lucha milenaria por la igualdad de género, que dicho sea de paso no se limita al abuso contra la mujer, sino a todo acto de abuso y discriminación contra minorías y poblaciones vulnerables: niños, ancianos, personas con discapacidad, comunidades LGTB y otros grupos sociales. Más acción y menos palabras. Más gestión política y menos marketing digital. El Perú necesita mujeres políticas de carne y hueso. No basta con débiles campañas en redes sociales que solo apuestan por la queja insuficiente.