Esta semana que pasó envolvió en llamas la frágil gobernabilidad que vivimos, realmente duele el Perú al ser testigo de tanta informalidad, de tanto desorden, de tanta bajeza, de tanta ofensa, de tanto dolor, de tanta mentira, de tanta muerte, de tanta injusticia.
Es inexplicable la falta de autoridad que existe en el país, no podemos confiar en las instituciones ni las autoridades que tienen la obligación de garantizar el buen gobierno en el Perú, es que hablar de buen gobierno es casi una utopía en esta amalgama de imberbes representantes de la alicaída democracia peruana.
Basta mirar cualquier distrito del interior del país, por ejemplo San Juan de Marcona, para encontrarse con la frustración de sus pobladores frente a las decisiones de sus alcaldes como si fueran los dueños de su pueblo y de sus voluntades, autoridades que solo buscan lucrar desde su puesto y seguir sacando provecho del presupuesto que les han asignado, con obras sobrevaluadas y supervisores comprados para soslayar el pobre fierro y cemento de las obras públicas, y la contraloría haciéndose la coja y sometiéndose a la voluntad edil a veces por dos centavos bajo la mesa o por dos cervezas, y duele el Perú.
Basta mirar algunos presidentes regionales incapaces de siquiera ordenar sus territorios, de priorizar sus acciones, de planificar y articular con las regiones colindantes para promover el desarrollo regional, donde sus locales y sus empleados públicos son el calco exacto de la pobre capacidad técnica y casi inerte gestión pública que padecen, echándole la culpa al gobierno central de su intrascendencia e indiferencia crónica que los caracteriza, y duele el Perú.
Basta mirar al alcalde de Lima –si se deja- para sentir una opresión en el pecho ante la indolencia y la ineficiencia de su gestión, con su puente caído y abandonado, con sus grietas, con su mudez, con su mal genio, con su inasistencia al concejo, con una ciudad de infernal tráfico, con las combis asesinas, con sus chalecos amarillos que visten sus trabajadores oprimidos y mal pagados, con su serenazgo abusivo, y duele el Perú.
Basta mirar a algunos dignos funcionarios públicos que terminan arrollados por el “Kontrol político” del Congreso y la desconfianza generalizada de la población, o por la vergüenza –aunque no creo- que deben sentir al saber que su gente de confianza hace y deshace en sus puestos como si fueran dueños de la entidad pública que les toca dirigir, direccionando las compras, armando perfiles de CAS a la medida de sus recomendados, utilizando los recursos de la institución para hacer clientelismo político, disfrazando su proselitismo con audiencias públicas –sobre el agua por ejemplo- y contratando services de limpieza y seguridad a costas de la explotación de gente humilde que trabaja por la mitad o menos de lo que paga el Estado, sin derechos laborales, con horarios abusivos, con humillaciones y maltratos de los empleados públicos, casi sin dignidad, y duele el Perú.
Basta mirar las carreteras asesinas que en la última década absorbieron la sangre de más de 32 mil peruanos que perdieron sus vidas entre fierros retorcidos como consecuencia de esa gente que atropella, que se emborracha y acelera, que se duerme de cansancio, que finge tener un cinturón de seguridad, que no distinguen la luz roja, que entregan sus documentos con billetes escondidos a la autoridad, y duele el Perú.
Basta mirar a nuestros muertos por dengue, por frío, por hambre, por ser viejos y estar en el olvido, por la indiferencia o la negligencia de los servicios de salud, porque les arrebataron lo poco que tienen con jueces cómplices, o porque la justicia demora demasiado, porque algunos miserables cegados por los celos matan a mujeres; basta mirar a nuestras víctimas del sicariato, de la trata de personas, de la minería ilegal, del narcotráfico o de la delincuencia con armas clandestinas o alquiladas; basta mirar a nuestros mendigos en las calles, a nuestros niños abandonados, a nuestros viejitos encorvados en medio de las bolsas de basura, y duele el Perú.
Mientras esto pasa, nuestra “raza política” hace del Congreso un circo y posterga el debate de las leyes que realmente necesitamos, hace del discurso procaz y el insulto su nube de publicidad gratuita, hace de sus almuerzos y fiestas clandestinas el espacio para la repartija, y mientras ellos dicen hacer política, muchos peruanos seguiremos muriendo, ante los ojos de todos, transmitido en vivo y en directo como estos tres peruanos que murieron en el incendio encerrados en su miseria como esclavos de estos tiempos violentos.
Hasta cuándo seguiremos soportando callados, sin voz, sin indignación, sin protestar, indiferentes, desinteresados, casi sin alma, hasta cuándo permitiremos que esta realidad no cambie, hasta cuándo seguiremos a merced de los que no saben nada de gestión pública pero como son cercanos al gobierno de turno terminan haciéndose de los altos cargos para improvisar formas de gastar el presupuesto público, sin procesos, sin indicadores de gestión, sin verdadera supervisión, sin transparencia, sin justicia, sin sanción, sin control; hasta cuándo seguiremos pensando que sólo el mercado y el PBI determina el crecimiento y desarrollo de un país; hasta cuándo la felicidad, la seguridad, el respeto, la honestidad, la cultura, la libertad de expresión y la justicia serán preocupaciones de segunda categoría.
Y duele el Perú por todo esto, hasta que abramos los ojos y alcemos la voz de una vez por todas, mientras, seguiremos muriendo.