Nos preguntamos a diario quiénes definen la agenda pública. Esa agenda que transforme el país. No la de las anécdotas ni las minucias políticas, sino las de las grandes reformas pendientes. El Congreso de la República decidió retomar esta semana los temas de su interés, calentando nuevamente el escenario tras un receso obligado por el Niño Costero.
Retomó la interpelación al Ministro de Transportes y Comunicaciones, Martín Vizcarra, por la adenda del aeropuerto de Chincheros, y puso ya la puntería sobre al ministro del Interior, Carlos Basombrío, dada su lamentable pasividad frente a la incursión del Movadef en marcha de la CGTP por el día del trabajo, paseando en nuestras calles los rostros de conocidos terroristas enemigos del país. Anticorrupción y antiterrorismo serán las consignas de la mayoría parlamentaria en adelante.
No es casual que este cambio de ritmo ocurra en un escenario plagado de contradicciones y descoordinaciones al interior del oficialismo. El equipo de lujo del Presidente no logra darle forma a una agenda país. Lo suyo parece más una memoria descriptiva actualizada del “Perú, Problema y Posibilidad” de Basadre; pero dista muchísimo de una verdadera priorización de las reformas económicas, sociales y políticas que necesita el país.
El problema es de perspectiva. El pensamiento financiero del Gobierno de turno cree que los problemas se resuelven garantizando dinero para gasto público. “Si la plata llega el problema está resuelto” sería el slogan. Pero quienes conocemos de gerencia pública moderna sabemos perfectamente que esto no funciona así. El problema está en la calidad del gasto público. No en el presupuesto. Odebrecht nos lo confirma a diario.
Sin duda, no se trata de un problema financiero o bancario, para ser más exactos. Tampoco se trata de emitir bonos sin control, que nos sigan endeudando a futuro. Esta perspectiva es insuficiente.
El problema de fondo en el aparato público son sus recursos humanos. Lo absurdo es que seguimos resistiéndonos a verlo y a resolverlo con claridad. Le damos la espalda, al punto de no garantizar ni siquiera los derechos laborales de nuestros funcionarios públicos. El burócrata estatal no tiene derechos laborales. Nadie los respeta. Por eso nadie les exige estándares de calidad ni de performance. Por eso muchos sindicatos de trabajadores públicos se convierten en organizaciones criminales para delinquir y nadie alza su voz de protesta y de cambio.
Si bien la gerencia moderna propone soluciones integrales, cierto es también que nada podrá resolver sin recursos humanos bien formados. Ese es el primer paso para garantizar estándares de servicios públicos óptimos y oportunos para el ciudadano (algo que no ocurre hoy, porque derrochamos dinero donde no se requiere o aceptamos sin quejarnos que nos atiendan débiles mentales en vez de funcionarios públicos).
Este problema de recursos humanos, por cierto, también se expresa entre quienes se benefician de programas sociales y políticas públicas, porque tenemos ciudadanos desinformados y mal educados en el uso del aparato público. Los peruanos seguimos creyendo que los servicios públicos son gratuitos. Nos resistimos a aceptar que siempre alguien los paga. Obviamente, quienes pagamos impuestos. ¿Qué estamos haciendo para resolverlo? ¿Quién se pone los pantalones para definir la agenda pública en su verdadera dimensión? ¿Hacia dónde vamos?